Gente como uno

Gente como uno


Éramos niñas correctas de un colegio femenino. Nuestros hermanos estudiaban en colegio mixto, pero nosotras, no. Éramos damas que se sentaban con decoro y con las rodillas juntas, que no hablaban mucho y comían poco.

Siempre respondiendo «si señora» y obedeciendo al llamado rapidito. Se esperaba que diéramos las gracias por todo, pero que respondiéramos «no gracias» cuando, en casas ajenas, nos ofrecían algo para comer.

Se nos educaba con un poco de vergüenza de alzar la voz, de decir lo que queríamos, aunque quisiéramos algo.

Muchas veníamos de mamás y profesoras que habían sido educadas por monjas en colegios donde la misa era una obligación diaria, aunque la nuestra fuera apenas el primer viernes del mes.

Las niñas bien no llamábamos a los hombres, para no ser busconas. Las mamás siempre nos repetían que «el hombre propone, la mujer dispone». Y a veces añadían que era mejor no estar siempre tan «dispuesta». Las visitas eran en la sala y nos enseñaban que no estaba bien visto sentarnos en las piernas de los hombres.

Cuando queríamos hablar con el novio, al que la abuela llamaba «el amigo», nos tocaba sentarnos al lado del teléfono a esperar.

Éramos niñas «bien» de un mundo cambiante en el que aún había reyes y reinas. Cuando murió Lady Di tendríamos 12 años más o menos. Supimos por las noticias del espectáculo que sus hijos tenían prohibido llorar a su mamá en público. Al parecer ser humanos, estaba prohibido para la realeza.

Las otras reinas, las nuestras, las locales, eran las de los reinados de belleza. Mujerones de las que se decía siempre que a cambio de tanta hermosura no les habían dado inteligencia. Belleza e inteligencia al parecer no podían convivir en un mismo ser humano, sobre todo si era de género femenino.

Antes de los 13 años, yo veía La Potra Zaina a lo escondido y una época me dio por hacer como la protagonista que volteaba la silla y se sentaba con las piernas abiertas a lado y lado del espaldar.

También veía La Gaviota de Café con Aroma de mujer y devoraba libros y novelas románticas, de ficción e históricas. Por dentro tenía una llama encendida. Estaba apaciguada si, asustada, también. Pero ¿apagada? Nunca.

Cuando nos empezó a crecer el pecho, nos poníamos tops XS para aplastar y disimular un poco. La voluptuosidad no estaba bien vista, cualquier seña de sensualidad nos avergonzaba. Y más que eso, no teníamos ni idea qué hacer con ella.

Pero creo que fue sobre todo eso: crecimos con mucha vergüenza y recato. Y, aún sin ser religiosas, el modelo a seguir era la Virgen María: pura, prístina, sin mancha, amante de Dios y entregada sólo a su voluntad. Fuimos el limbo entre una generación pegada a las reglas y la generación siguiente que las rompió todas. A nosotras no nos tocó el reggaeton en las primeras fiestas, digamos que conservamos «el misterio» por mucho más tiempo, bailábamos a un brazo de distancia y nos atrevíamos a más, solo con la luz apagada y sin adultos. Puede que también ayudadas por el «cóctel alexander», una malteada dulzona y emborrachadora que servían en las fiestas de 15.

Yo sin embargo nunca admiré a la mujer sumisa. Al tiempo que crecía con estos estándares anticuados, tenía una mamá que trabajaba a la par y por eso y por otras cosas, jamás la vi como una sometida. Siempre fui preguntona y contestona. Cuando mi mamá me decía que a su llamado debería responder «señora», yo le preguntaba porqué señora si ella era mi mamá.

Fui durita para dar las gracias, decía «groserías», de las cuales oí muchas veces que «no me combinaban bien con mi cara», de niña me mantenía sucia y despeinada. Cogí vanidad ya entrada en la adolescencia, cuando también arreció mi rebeldía y podía ser perfectamente «la más maleducada de este mundo». Era tenaz sobre todo en mi casa donde encontraba demasiados límites: el anti modelo de lo que quería ser.

Vivía en una dualidad dolorosa entre los moldes estrictos, muchos de los cuales ya entendía y creía compartir, y el potro descarriado que llevaba dentro.

A mí la adolescencia me atropelló y las hormonas me hicieron sospechar muy pronto que en todo lo que nos habían contenido, «había gato encerrado».

Y lo había.

Descubrir EL AMOR adolescente cuando nadie te ha preparado para eso, es la bomba. Uno «tragado» a duras penas respira y lo que sentíamos era tan real, sobre dimensionado y fascinante, como nada de lo que habíamos vivido en tiempo atrás. Y fue así como las demás reglas y condicionamientos entraron a parecernos un chiste.

Igual no teníamos puntos de referencia. Todo lo que vivíamos era nuevo. En el colegio si nos enseñaban educación sexual y eso incluía el ciclo menstrual, la ovulación y los días fértiles, pero nadie hablaba de inteligencia emocional. No se hablaba de sentimientos y muy poco de autoestima. Jamás oí a alguien impulsándonos a perseguir nuestras pasiones, instintos y talentos. Yo pensaba que la vida era un grado tras otro y luego el matrimonio y los hijos. Solo eso y solo en ese orden.

Entendimos rápidamente que esas damas que pretendíamos ser estaban a punto de sacar la mano. Creo que todas fuimos lentamente confesando a nuestras amigas que moríamos de amor por dentro. Y también de desamor. Y eso dolía. Y uno no tenía ni idea para dónde coger con ese dolor, del que entendí perfectamente porqué le llaman despecho. Para aliviarlo, las amigas sabían menos que uno y los «adultos» no eran una opción.

No nos enloquecimos de milagro.

Uno adolescente siente demasiado y casi siempre los sentimientos le quedan grandes.

Cuando te has esmerado en ser una niña bien toda la vida, el mundo de las relaciones y la vida real no se te dan muy fácilmente. Siempre había etiquetas tremendas de las que nos cuidábamos. «Loca, grilla, perra, brincona, zorra, buscona» era el sartal al que nadie quería pertenecer. Pero tampoco es que quisiéramos ser damas de compañía. La dualidad continuaba y la perpetrábamos nosotras mismas, que felizmente acabábamos con cualquiera que tuviera un poco más de cancha, personalidad o experiencia.

Éramos salvajes, atrapados en demasiadas reglas sociales, miedos, vergüenzas e inexperiencia. Pero al mismo tiempo vivíamos sedientas por experimentar y vivir la vida de primera mano. Nadie quería oír de besos ajenos, todas moríamos por sentirlos. Sabe Dios con esta montaña rusa emocional cómo hacía uno para terminar el bachillerato.

Pero lo hacíamos.

Y muchas tomábamos la foto de la toga y el birrete agarradas de la mano de quien considerábamos nuestro príncipe azul.

Yo compré las reglas de la sociedad por un rato, hasta alcancé a soñar con hacer el nudo de la corbata a mi hombre de los sueños, con prepararle la comida, porque amaba cocinar. Llegué a soñar con el modelo prestado y lo adopté como mío.

Pero cuando salí de esos años de colegio empecé a sentí que la camiseta me quedaba pequeña y muy incómoda. No era capaz de quitármela tampoco, pero me aprisionaba. Viví mucho tiempo con ella, como se esperaba de mí porque además traduje esa obediencia aprendida a las demás áreas de la vida: «hacer una carrera profesional, tener una relación estable (y si se acaba, máximo otra más), trabajar, casarse, y seguir así por siempre hasta jubilarse. En medio de todo, tomarse fotos felices y agradecer que «la vida es bella».

Yo me cansé de ser una «niña bien» y aunque por fuera lo sea, por dentro ha ganado el grito de independencia. Hoy hago lo que me hace feliz y lo hago a mi manera. Y hoy sobre todo, repaso con lupa y bisturí los pedazos de mi historia para tratar de evitar replicarla en mis hijos. Sobre todo en mi hija y sobre todo esos pedazos de la vergüenza y del ideal de ser una muñeca de porcelana.

Nunca fui rebelde. O quizá lo fui un poco, pero sin notarme demasiado. He aprendido con el tiempo que la rebeldía no es del todo inteligente. Conocer el sistema y adaptarse a él sin dejarse arrastrar es importante. Porque desde adentro, y con sutileza, pueden crearse muchos cambios, entender para qué estamos, y prestar nuestra vida para que a través de ella pasen cosas buenas.

La vida me dio ojo crítico y exceso de energía. Ese huracán que siempre tuve por dentro, encontró paz con los años, pero nunca se ha apagado. Sigo de pelea con las etiquetas, no me interesa ser «gente como uno» ni una gran dama ni modelo de nada, me he reconciliado con la diversidad de este mundo y sospecho más de los uniformados, los iguales y los obedientes que de los «locos», no porque hagan nada malo sino porque han dejado que el mundo de afuera les compre su voz, su unicidad y su fuerza. Como sospecho de la educación y la necesidad tan demente que hay de clasificar y encasillar a los seres humanos en conceptos demasiado pobres que los  encierran hasta que ellos mismos empiezan a dudar y finalmente a olvidar quienes son y a qué vinieron.

Recordar es para mí un ejercicio de salud mental. Lo hago para entender en qué punto me perdí y en qué punto estoy volviendo a encontrarme, porque de cierta edad de la vida en adelante pareciera que la tarea se convierte en desaprender tantos códigos y conceptos sobre el amor y la vida que asumimos como ciertos y que nos cortan las alas.

No sabía muy bien para qué estaba escribiendo esto. Ha sido más de un año desde que abrí un archivo para empezarlo pero no había podido ponerle el punto final. Ahora le he encontrado el propósito al hablarle a todos los de alma irreverente, a los que no encajan, a los que están incómodos o a los que como yo tienen un potro salvaje por dentro, aunque que hayan sido «domados».

Les hablo para que esculquen en todos esos puntos incómodos o inconvenientes, en lo que alguna vez amaron hacer y luego aprendieron a esconder, porque por esa estrecha rendija entre el deseo de encajar, la vergüenza de ser diferentes, y el miedo a ser rechazados, se van muchos, muchísimos sueños.

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