Cuando nos convencieron de lo duro que era vivir
18 junio, 2017 2022-01-11 9:08Cuando nos convencieron de lo duro que era vivir
Cuando nos convencieron de lo duro que era vivir
Ahora nos tienen como locos pisando “pasito y rápido”, como en suelo caliente. No vaya a ser que estemos en el lugar equivocado en el momento incorrecto y todo explote, y sin saberlo siquiera nos toque morir, o ver morir. Ya supongo que morir no es “porque era el día”, ni “porque le tocaba”, sino porque matar se convirtió en una útil pero absurda manera de llamar la atención.
Ayer fuimos el museo del 11 de septiembre. Está al lado de fuentes inmensas que ocupan el espacio exacto donde estuvieron hace 16 años ya, las torres gemelas. Las fuentes son negras, el agua cae hacia adentro. En sus muros de mármol están escritos los nombres de los 3.000 seres humanos que perdieron la vida ese día. Yo ya había ido hace 5 años pero lo había bloqueado de la memoria, parece. Ese 2 de enero de 2012 estaba haciendo un frío tremendo, yo estaba recién llegada de Medellín, en el vuelo nocturno que aterriza al amanecer. Caminé todo el día, haciendo tiempo porque en la mañana aún no estaba listo el apartamento en el que me quedaba. Recuerdo vagamente ese museo, pero recuerdo el frío y el vacío como si estuvieran presentes. Cuando por fin llegué al apartamento, me llamaron a avisarme que mi abuela había muerto. Ese día dormí enrollada como un caracol y hacer mi duelo personal se robó la atención de todo lo demás por unos días.
Ayer estábamos igualmente trasnochados, con la cara de locos que da la falta de sueño, pero sabiendo que con apenas 24 horas en Manhattan, debíamos aprovechar. Después de 2 horas en el museo, sentí que ya me estaba saturando. Demasiado dolor concentrado. Cartas, carteles, llamadas telefónicas, voces reales, transmisiones reales de ese día que cambió la historia de la vida que conocíamos, cuando pasamos a sentir que ahora el mundo no era un lugar amigable y que todos eran potenciales asesinos. Vimos los diarios de los atacantes, en los que dibujaban como en clase de química, sus bombas, y en los que en letras árabes describían lo que estaba por hacerse. Vimos tacones ensangrentados, ropa rasgada cubierta por ceniza, fotos demasiado fuertes de la gente que prefirió tirarse de los edificios. Es un museo a la memoria de todos ellos y un ejercicio que los norteamericanos perfectamente saben hacer: recordar, así duela, para no tener que volver a vivirlo. Sin embargo para mí fue mucho, sobre todo estando lejos de mis hijos y a punto de tomar un avión del mismo aeropuerto del que salieron algunos de los vuelos de ese horroroso día. Mi mente es demasiado creativa. El miedo supremamente poderoso e incapacitante. En mi no solo surte el efecto deseado sino que me pone a protagonizar historias que no quiero vivir nunca. Entonces, como yo creo que la mente se programa, mejor caminé rapidito las últimas salas, lista para salir porque necesitaba poner ya mismo el chip de mi mente en modo positivo.
El resto del día fue divertido e irrelevante hasta que volví a tener conexión a internet por la noche. Ya he dicho que no veo noticias, que para mi no existen los periódicos a pesar de ser periodista, pero me tocó ver por Wikimujeres que estaban pidiendo tiquetes para la familia de una niña víctima del “atentado del Andino”, entonces me enteré sin quererlo de la noticia completa.
Así que mientras yo estaba re-viviendo la monstruosa historia del 11 de septiembre, repudiándola y a ratos hasta pensando lo irónico de que hoy en día es hasta más seguro vivir en Colombia que en Estados Unidos o Europa, algún grupo de seres humanos estaba a su vez armando una bomba, planeando cómo matar gente, y hacer oír su “voz” fuerte y claro. Nuevamente en Colombia sentimos que el odio está presente, que hay que huir, y estar constantemente al acecho. Yo aún recuerdo esa sensación tan presente desde niña de sentir que dormía como “con los tenis puestos”, lista para salir corriendo “si alguien se nos entraba”. Tal vez nos haya hecho daño crecer en medio de tanta maldad, tan expuestos, tan atrincherados entre porterías privadas, centros comerciales vigilados y carros de ventanillas cerradas. Siempre cuidados por un adulto, porque nos enseñaron que “en el mundo hay gente muy mala”, “que se roba los niños”, incluso nos decían.
Uno cree que tiene callo por haber vivido a la par de Pablo Escobar y sus secuaces, por haber nacido en Colombia, por haber oído, sentido, y visto tanto. Pero el dolor pasa de moda, como todo y cuando vuelve con cada nueva noticia, es un martillazo en los tímpanos. Un llamado de atención doloroso, que le recuerda al alma, esencialmente buena, que no hay que estar tranquilos, que “si es para tanto”, que aunque haya “paz” con unos, siempre quedarán delinquiendo otros.
Hoy volando a China en un vuelo de 14 horas. Me tocó en silla central, separada de mi esposo. Con el sistema de entretenimiento dañado, estoy obligada a leer, a escribir, o a buscar entretenimiento a la antigua. Alejándome aún más de mis chiquis, añorándolos como nunca.
Me voy a un lugar del mundo donde casi nunca pasa nada. Los asiáticos, siento, son más pacíficos que los occidentales. Los chinos en particular, le tienen pánico a sus muy estrictas autoridades. Vengo a digerir de lejos, y en medio del trasnocho y el descuadre horario, tantas emociones. Nunca podré celebrar la fortuna de no ser “yo o mi familia”, quienes estuvimos parados en el terrible lugar de los hechos. Porque con cada suceso de estos, crece en mí el miedo, la desconfianza y la desesperanza. Finalmente nos terminan convenciendo de que el mundo no es un lugar muy amigable para que vivamos “los buenos”.