10 años
29 julio, 2017 2022-01-11 9:0810 años
10 años
Tengo un romance con el 1 de agosto.
Es la fecha de mis comienzos. Y con cada año que pasa, toma un significado más importante para mí.
Hace 10 años, el 31 de julio de 2007, me senté a comer en J&C con mi entonces novio. Estaba nerviosa y llena de expectativa porque al día siguiente empezaba a dar clases de yoga en mi recién adquirido mini estudio. Ese día comprendimos la hermosa coincidencia de que al día siguiente él celebraba 10 años de haber entrado a trabajar en su único trabajo – en una empresa familiar.
- Cómo puedes hacer lo mismo por 10 años? Es que 10 años es toda una vida.
- Eso se va volando, respondió. Yo todavía me acuerdo de ese primer día en la oficina.
Yo no le creí. 10 años era poco menos que la mitad de mi vida. 10 años eran una eternidad.
Tomás, mi hijo mayor me dijo esta semana: Mami, sabes yo como duermo? Cierro los ojos y espero que sea de día.
Y así parece para mí está década yogi. Cerré los ojos ese 31 de julio de 2007 y los abrí hoy. Todo parece un sueño. Tantos, tantos días, ahora convertidos en anécdota. Definitivamente es más fácil escribir que vivir.
Quince días antes había llegado de mi primera certificación de yoga en Nueva York. 200 horas del verdadero yoga, como dice Dharma Mittra, en una ciudad que invita y pregona todo lo más antiyogi de este mundo. 200 horas encerrada en un estudio en la 5ta avenida con calle 18. Alzaba una pierna y veía a Zara, hacía un twist y veía a Michael Korss. No tuve mucho tiempo de vivir el verano ni de sucumbir a las tentaciones del comercio. Salía tarde, aunque aún de día a hacer tareas del curso, pero en los fines de semana siendo libre, me convertía en Forrest Gump.
Me acuerdo con exactitud del revuelo que causaba por esos días el lanzamiento del primer Iphone. Fui a conocerlo a Apple y le di vueltas como un bicho raro. Me impresionaba que con los dedos pudiera ampliar la pantalla y ya. No me impresionaba nada más. Después del IPod para mi no se seguía nada y solo pensé: “Qué juguetes los que se inventan ahora”.
Ahí es cuando uno dice que el tiempo si ha pasado.
Pensar que uno no puede vivir sin el teléfono hoy.
En ese mes tuve prestado lo que hoy se conoce como un teléfono flecha. Un Nokia que me prestaron por si las moscas, pero que poco se usó. Aparte de dar mi testimonio de supervivencia a la familia y al novio, no tenía con quién reportarme. Mi bienestar era mi única responsabilidad.
Hoy, que no me cabe una responsabilidad más encima…
Si. El tiempo HA pasado.
Tan pronto llegué a Medellín busqué un espacio conveniente para enseñar. Aparte de mi gallinero del alma, que por cierto poco o nada ha hecho yoga conmigo, no tenía certeza de que llegaría alguien. Pero yo me lancé de pies y manos a este proyecto que me tenía enceguecida. No hice cuentas, porque nunca he servido para eso. Llené una hoja con los horarios que pensé serían comerciales. Y firmé un contrato de arrendamiento por 6 meses. Mi primera gran responsabilidad de la vida, me regaló las primeras noches de insomnio también. Una frase se repetía en mi mente “Me van a meter a la cárcel”. Para mi mente aún infantil, para mis cuentas de comunicadora yogi, me acababa de comprometer a pagar una fortuna, no sabía si podría lograrlo. Yo que hasta hace dos meses solo manejaba la plata de los brownies que vendía en la universidad…
Un curso exprés de cómo convertirse en adulto en un día.
El tiempo si ha pasado.
Ese 1 de agosto de 2007 solo comí frutas. Fue un ritual de inicio. Un pequeño ayuno que quise ofrecer por la prosperidad y la felicidad de mi nuevo proyecto de vida. Apenas hace un par de meses había terminado mis clases en la universidad. Ni siquiera me había graduado. Ni siquiera había digerido todo lo que había aprendido en la certificación en Nueva York. Tampoco me había sentado a reflexionar qué pasaría con mis otras pasiones de la vida. Era una trotadora, deportista disciplinada. Ahora no tenía energía para tantas cosas. Adoraba leer, y hace poco me había llevado una dolorosa desilusión en mi amor por la escritura.
Todo eso quedó dormido, anestesiado por la nueva responsabilidad de enseñar yoga. Una tarea que asumí con la fiereza y responsabilidad con la que había recibido todo en mi vida. Y hubo algo muy lindo y mágico, y fue que desde el principio, sentí que me fluía. Tenía solo 23 años, le enseñaba principalmente a mujeres, muchas de las cuales me doblaban la edad. Pero yo creía en mí. Creía en lo que sabía. Y sentía que ellas también lo hacían. Había mucha naturalidad y confianza.
Y lo amé, pero también lo padecí un poco.
Eran más de 17 clases a la semana.
Estaba flaca como un rejo y soñaba casi a diario que me quedaba dormida en plena relajación grupal. Me despertaba de un salto en la mitad de la noche, lista para resarcir mi error con los alumnos, tan solo para descubrir que estaba soñando. Estaba can-sa-da.
Cuando aún me preguntaba qué más seguía después de esto, pedí dos cosas:
- Aprender más.
- Alguien con quien compartir mi trabajo.
- Para aprender más, me devolví para China y ya conté esa historia. Quería deshacer los pasos y de ñapa hacer la certificación de 500 horas. Llegué vegetariana, inspirada y feliz. Llena de ideas, lista para compartir.
Dios. Si que ha pasado el tiempo.
- Para compartir mi trabajo tuve que esperar un poco más. Después de dos años llegó como alumna Marce. Después de varias clases medio me insinuó que trabajáramos juntas. Que hiciéramos algo grande. Llegó con sus alas a moverme el piso. Yo le dije que se fuera e hiciera su certificación y que hablaríamos a su regreso. Por esos días era mi matrimonio, y casi caía perfecto poder compartir mis clases sin tregua, dividir los gastos y multiplicar el conocimiento.
Sin saber muy bien cómo lo haríamos, le di la bienvenida. A veces es positivo no tener mentalidad negociante. Nunca lo pensamos como una sociedad. Era la unión alegre de dos seres tan opuestos que jamás podrían competir.
Marce empezó en lo que ahora llamábamos Element el 1 de agosto de ese año. Esta vez “mi fecha” llegó nuevamente como una bendición. Después de 4 años de remar sola, estar con alguien hablando mi idioma, se sentía muy bien.
Los 6 años siguientes fueron de fantasía . Conocimos la bendición de tener una comunidad yogi. Profesores amados y admirados, verdaderos maestros. Alumnos consagrados y disciplinados. La introducción con fuerza al mundo de la cocina y la nutrición. Dos veces cambiando de sede, creciendo. Siempre creciendo.
Llegaron mis hijos. Mi vida cambió. Siempre para bien. Siempre mejorando. No todo era perfecto, pero en general había mucha armonía.
Los últimos dos años fueron el post grado del ya iniciado curso de cómo convertirse en adulto, sumado a un aterrizaje forzoso en el planeta de los negocios, las finanzas, las nóminas y el manejo de personal. Porque si ninguna de las dos era administradora, ni sabía serlo, por descarte resulté ser más indicada que Marce para esto.
Estábamos creciendo. Cada vez más espacio, más alumnos, más proyectos.
Pero por dentro empezó a nacer un incómodo hormigueo.
Había llegado el momento.
En noviembre de 2016 mientras estaba de viaje, me cayó como un rayo: NECESITAS HACER UN CAMBIO.
Fue muy fuerte. No un impulso. Nada en mi vida ha sido producto de un impulso, o de una crisis. Soy demasiado racional para eso. Esto fue de una claridad devastante.
Tuve que replantearme la dirección que todo esto había tomado.
Sin saber muy bien a dónde quería ir, sentí urgencia de salir de esto. Estábamos en alta mar, lo sé. Pero yo necesitaba soltar el timón de ese barco.
Desmontarlo.
Rediseñarlo.
Estar libre. Sin equipaje.
Como hace 10 años, aunque fuera por un corto rato, anhelaba estar sin responsabilidad. Y ver qué salía de ahí. Entender qué estaba faltando a este sueño desteñido. Analizarlo en la aburrición cotidiana de un martes cualquiera.
Y poder repensar el rumbo.
Porque, ¿quién hace verdaderos cambios de lunes a martes? ¿De una semana a otra? Los verdaderos revolcones nacen de rompimientos fuertes y definitivos. De decisiones que matan de susto. De soltarse y dejarse guiar por la sabiduría nunca entendible de este universo donde vivimos. Y yo decidí entregarme.
El 20 de mayo salí de viaje con mis hijos a Disney. Era un viaje familiar planeado hace más de un año, y no sabía que coincidiría con el cierre definitivo de nuestra casa Element. No de la marca, no del sueño, no de la sociedad. Pero si de la manera como estaba ahora concebido. Los viajes siempre desacomodan un poco, sobre todo a mi que tengo esta alma viajera. Pero esta vez no contaba con el terremoto que me esperaba.
Demasiados días de ocio. Demasiado “descanso”. Debates mentales en los que no me han dado ni un atajo. Muchas pistas pero ni una sola certeza.
Unas vacaciones no pedidas, en realidad no las más disfrutadas. Soy amante de la certidumbre y por estos días no me cabe ni una duda. Pero agradezco porque ha sido un buen ejercicio de consciencia. La oportunidad hermosa de rediseñar mi vida, de repensar mis proyectos, y de ver renacer con mucho ímpetu mi inspiración.
Uffff. Pasó el tiempo.
El 1 de agosto serán 10 años. Y será el día en el que vuelva a enseñar a mis grupos amados, después de más de dos meses de pausa. Reinicio mis clases con una mentalidad diferente. Aunque tras este ejercicio aún no han llegado las respuestas.
Pero me adentro en la duda con la confianza, la fluidez, la certeza de que por aquí están.
No necesito un súper estudio de yoga para seguir haciendo lo que amo.
Ya yoga son mis pasos. Tal vez lo que más anhelaba era vivir en coherencia. Ya el yoga está en mis venas. Está en mi corazón. En mis palabras. En mis escritos. En mis eternas caminadas en la madrugada He vuelto a escribir, volví a necesitarlo. Me siento reconciliada con la que sea quizá mi más grande pasión. O tal vez solo mi terapia. A veces no sé ni para quien escribo. Pero se me convirtió en un vicio. Las palabras me acosan en la mente, hasta que no tengo más remedio que escribirlas. A veces me gustan y las comparto.
El equipaje que me puse en el hombro estaba demasiado pesado y me estaba matando. Entiendo que cumplió su misión. Me hizo fuerte. Me dio disciplina. Me obligó a quedarme. A conocer la mejor gente de este mundo. A dejar mi máscara. A coger callo. A viajar. Este equipaje me acompañó a convertirme en todos los papeles que quise desempeñar desde niña. A ser mamá, esposa, amiga, profesora, alumna, jefe, empleada, escritora, hasta presentadora. Cumplió su misión pero ya no tiene misión alguna en mi vida.
Tal vez por eso lo solté. Y solté el ego. Y la ilusión de tener la súper casa de yoga. Esa ilusión si no era mía. Lo supe desde el primer momento.
Esta vez que retome quizá no sea lo mismo.
Quizá sea todavía mejor.
Cerré los ojos hace diez años. Me lancé al vacío. Al mundo laboral. A crecer. A dejarme transformar.
10 años después, abro los ojos, para ver que ya es de día.
El tiempo sí ha pasado.
Y aunque en esencia soy la misma, puedo sentir cómo he cambiado.
Cierro los ojos solo un momento para meditar, para verme de verdad. Y me gusta lo que veo adentro. Me gusta lo que hoy soy.